Noche de Reyes

Perduró esta tradición hasta los años 70 del siglo pasado. Comenzaba hacia las cinco de la tarde en el edificio del Hospital San José (hoy albergue del mismo nombre) y terminaba hacia las diez y media en la ermita de la Virgen del Cortijo. Era la mágica noche de Reyes, el 5 de enero.

La primera parte consistía en una subasta: se subastaba primero “llevar el Santo Niño” y luego se subastaban –con pujas mucho más bajas- las dos farolas que lo acompañarían por las calles del pueblo. El hospital tenía dos salas: sala de mujeres y sala de hombres; el acto tenía lugar en la sala de hombres y a él acudían hombres, algunas mujeres, jóvenes de ambos sexos y niños. Presidía el acto, entre dos velas, la imagen del Niño Jesús preparada en unas pequeñas andas que llevaría luego el rematante. El alguacil iniciaba la subasta con la tradicional fórmula de “A ver cuánto dan por llevar el Santo Niño”. Y la gente pujaba; más rápidamente al principio, con más lentitud a medida que las cifras iban subiendo. Cuando nadie ofrecía más, llegaba el momento de encender la cerilla: el alguacil encendía una y cantaba “Ciento quince pesetas dan por llevar el Santo Niño, a la una...” Si se llegaba a “a las tres”, la subasta había acabado. Lo normal era encender varias cerillas, porque se esperaba hasta que casi se apagaba la encendida para ofrecer un poco más y vuelta a encender otra cerilla y al principio: “Ciento veinte pesetas dan por llevar el Santo Niño, a la una...” –todo el mundo pendiente de la cerilla- “Ciento veinte pesetas dan por llevar el Santo Niño, a las dos...” hasta que se llegaba “a las tres” porque se había consumido la cerilla sin que nadie hubiese elevado la cantidad. Entonces el alguacil añadía el ritual “Salud al rematante” y se subastaban las farolas. Terminada la subasta, la gente se marchaba a casa a cenar. Sólo se quedaban los rematantes para concretar la hora y nombrar los pedidores.

La segunda parte, que comenzaba a las nueve, después de la cena, consistía en un recorrido por todas las casas del pueblo. Con los tres rematantes de la subasta -con un pañuelo ceñido a la cabeza- iban los pedidores para recoger las limosnas, un representante de la autoridad (que solía ser el alguacil), y, fundamentalmente, jóvenes y niños. La comitiva se dirigía primero a casa del alcalde: entraban, se tomaban dulces y licor. Lo mismo sucedía en la casa del cura y en las tres de los portadores del Santo Niño y las farolas. Al resto de las casas de pueblo no se entraba salvo que hubiese un enfermo en cama o personas impedidas: la gente salía a la puerta y allí se besaba al Niño, se entregaba la limosna y se ofrecía un trago a los portadores y acompañantes. De esa forma, poco a poco la comitiva iba acercándose a la ermita entre villancicos acompañados de panderetas, castañuelas y –en algunas ocasiones- zambombas. Al llegar, el santero recibía al Niño y el párroco presidía un acto que acababa con el canto de “Las Zandarias”. Cuando se volvía a casa, cerca de las once, por algunos balcones ya “habían pasado” los Reyes.

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